domingo, 3 de enero de 2010

Dinastía de Angelitos


La historia que voy a contar comienza en un sitio que para el ojo ignoto es una carpintería más, para el ingrato es menos que un galpón con muebles adentro y para el impío un futuro edificio con “detalles de categoría”. Un verdadero “Conoceur” en cambio, puede percibir que es un lugar mágico que ha visto crecer a Villa Pueyrredón desde sus calles de barro hasta una adultez pródiga en dúplex bastardos.

En todo ese tiempo, la carpintería o ebanistería (como ellos prefieren llamarla) ha permanecido impoluta y casta. Es decir desde que Angelito, que hoy ostenta sus 84 años con la misma gallardía de pañuelo en cuello que a los 20, comenzó a trabajar allí en el año 1936, el lugar es el mismo. Los Angelitos (Angelito padre y Ángel hijo), forman parte de una aristocracia barrial nacida y criada entre historias ya extintas de hermanos cafiolos, milongas y matarifes. Frente a ellos uno no puede ser otra cosa que un plebeyo. Aunque inexplicablemente y muy de tanto en tanto, se le concede a algún humano ordinario una invitación especial tras bambalinas. Tal es el inesperado honor con el que me han investido. Para ellos soy “La colifa de los 70s”.

Es viernes y hace calor. En el taller, la radio está gritando una promo y el canario intenta derrotarla con un estribillo. Llego media hora más tarde de lo acordado y Ángel me lo marca. Intento unas disculpas y evado preguntando por su padre. “Está adentro, ya sale”, me dice en tono de “esperá y no molestés”. Callo en tono de “gracias”. Uno comprende cuando puede arruinarlo todo inventando excusas intrascendentes para estrellas de pocas pulgas.

Angelito surge del fondo con paso elegante, bigote fino y las “Buenas Tardes”. La primera línea es por derecho, suya.

–¿Cómo está tu pareja? –pregunta elevando las cejas e induciendo a su boca a una clásica mueca de costado.

Cuando respondo que bien, pone cara de desilusión y re-pregunta.

–¿Y cuándo vas a venir a bailar tango conmigo?

Para alguien que lleva más de 60 años interpretando el papel de “galán” todo está permitido. Angelito tiene eso muy en claro y desde hace rato se consiente con disgresiones, osadías e interdictos, inclementes tests para catar mujeres en las pistas de baile y su propia coupé roja de marca japonesa.

–Angelito sabés que te vengo a entrevistar, ¿por dónde empezamos? –digo a modo de torpe introducción.

–Vos tenés que hacer las preguntas –interviente Ángel a lo lejos en tono de “¡Infeliz! empezá de una buena vez”.

Me decido por una apertura obvia pero infalible: la infancia.
La historia comienza a la vuelta del taller, sobre la calle José Cubas donde nació Angelito y seis hermanos (entre los cuales, como ya mencioné, había uno que era cafiolo). “Una historia de 30 centavos el día”, me induce.

–Una vez me corté el dedo hasta el hueso. (Me lo enseña como un chico que quiere demostrar que no miente. En su dedo veo una pequeña marca que por suerte ha cicatrizado sin rencor.) En esa misma máquina que ves ahí. Como no llegaba me ponía una madera y se ve que me patiné y me hice un buen tajo. Tenía 10 años. “¿Qué te pasó?”, me dice el capataz. Cuando me vió “lo blanco” llamó al patrón. “Dale un trapo y que vaya al hospital”, dijo Don Aquiles. Fui al Zubizarreta y me acuerdo de los 15 días comiendo papilla por la inyección. Cuando cobré a fin de quincena, me había descontado 15 centavos. “Si no te gusta no vengas más.”

Sabiendo la gloriosa venganza que le concedió el tiempo, hice la próxima pregunta en tono casi inocente.

–¿A ese tipo le compraste todo esto?

Angelito eleva las cejas despacio y la mirada se le alivia con pudor y alevosía.

–Si te digo no me vas a creer. Terminó muy mal. Eran dos socios y se separaron por una pollera. Don Aquiles se casó ella y lo dejó en Pampa y la vía. Tuvo que venir a trabajar acá como empleado mío. ¿Y sabés qué hacía yo? “Deje Don Aquiles, lo ayudo”, le decía. “Usted no sabe nada.” Era cabrero el gallego (ríe). Iba a buscar la madera acá a Costituyentes y José Cubas y se la traía al hombro. “Pero Don Aquiles yo tengo el furgón.” “Usted no se preocupe.” Una barbaridad como trabajaba. Yo lo trataba como si todavía fuera el patrón. Lo invitaba a comer a casa porque a veces venía muy temprano, sin comer nada y él me decía: “¿Qué se cree que yo no tengo para comer que la voy a ir a molestar a su mamá?” “Pero ella me dijo que lo invitara”. Y allá iba. Le gustaban los tallarines.

Por la vereda pasa una mujer de unos 60 años, aún voluptuosa dentro de su solero cuadrillé. El cabello sobre los hombros está teñido de un color rojizo que mi abuela definitivamente hubiera juzgado como impropio La mujer se detiene un momento, grita el nombre de Angelito, agita sus uñas largas y sus múltiples pulseras y desaparece dando vuelta la esquina.

–Tenés que ver qué hermosa mujer –dice Angelito. –De joven era un espectáculo, te bajabas de la vereda para mirarla pasar. El esposo tenía una casa de azulejos. Pero con el juego lo perdió todo.

Se detiene un momento a recordarla en silencio. No me atrevo a definir qué recuerda cuando se ríe pícaro y repite: Era una hermosa mujer.

Suena el teléfono. Angelito corre para tomar la llamada y Ángel me comunica agorero que se me terminó la entrevista. Sin embargo, Angelito vuelve. Puede dispensarme unos momentos más pero luego tiene “compromisos que atender”.

Me cuenta acerca del robo de las orquídeas, en la época en que era granadero de la Catedral frente a Plaza de Mayo. Y de cómo él y su compañero se las ingeniaron para sacarlas a escondidas dentro de sus chisteras. Angelito siempre cuenta esa historia entre risas. En realidad cuenta la mayoría de sus historias entre risas. Es envidiable ver lo bien que la pasó en la vida. Entonces ya que estamos en esa época, lo intimo a quemarropa: ¿Pero vos alguna vez viste a Evita?

–¡Todas las noches! –me constesta con las cejas en alto. –Cuando salía de trabajar del Ministerio lo venía a buscar a “Él”. Era la una y media de la mañana cuando salían los dos del brazo. Cuántas veces nos saludaba: “Hola chicos, ¿qué tal?”

Definitivamente Angelito tiene matrícula de estrella. Cuando se despide de nosotros, sale dando unos pasos de baile y se mete en la coupé roja con premura. “¿A dónde irá tan contento a esas decentes horas de la tarde?”, me pregunto.

En eso entra una mujer joven con aspecto de persona que habla con corrección y con demasiada correción intenta convencer a Ángel para que le corte un zócalo de madera.

–Es que lleva mucho maquinado –dice Ángel con desgano altivo.

Cuando ella insiste, en una solución más económica, utilizando su vocabulario más preciso, él con exasperante calma, la manda a conseguir un machimbre de pino y a cortarlo con la mano o con algún otro elemento.

Me encanta su acto. La maestría que emplea para mandarla a pasear es impecable.
Cuando retorna, vuelvo a mencionar a su padre.

–Era un burro de laburo –dice y vuelve a repetirlo sin refrenar su orgullo.

Entonces mi correntada de curiosidad se hace más fuerte y me abandono a formular la pregunta.

–Che, ¿a dónde iba tu viejo?

Ángel primero se muestra reticente a confesarlo pero cuando insisto, me lo dice.
Claro que me hace prometer que no voy divulgarlo.

Me quedo un rato más. Ángel hace mate cocido y ofrece. Me cuenta que el sábado pasado Angelito, él y su hijo, entregaron un colosal ropero en San Martín. “Las tres generaciones en la misma camioneta”, dice secamente pero emocionado.

Es extraño. Afuera el mundo anda a velocidad 2.0, para relacionarnos usamos facebook, nos googleamos, bajamos torrents para entretenernos y nos miramos unos a los otros por You Tube.

La carpintería y sus tres generaciones de angelitos son una especie de desliz del tiempo y el espacio. Un remanso del cosmos donde todavía se mantiene un código antiguo y donde los vínculos entre humanos se siguen dando de forma artesanal.

Texto publicado en www.poesiaurbana.com.ar Sección: Galanes y Freaks

1 comentario:

  1. Angelito... yo vivi mucho tiempo por esa zona del barrio, cuando entre al blog vi la imagen e intente recordar de donde me era tan familiar, hasta que recorde que lo vi durante años arriba del 110, con mi guardapolvo del cole...
    ES buenisimo el relato que vas dando, yo ni remotamente sabia nada mas alla de la fachada que ahora recuerdo, y de la casa de enfrente, que arregla aspiradoras, o arreglaba.

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